Un Pueblo… Ese pueblo ha sido el
mismo desde que lo recuerdo.
Cuando tenía 8 años me trajeron aquí
por primera vez, en peregrinación, por motivo de la semana santa Católica. Creo
que todos los padres de este país tienen por costumbre torturarse una vez al
año para tratar de escarmentar todas las culpas que conlleva haber nacido en
esta parte del mundo. De aquella primera visita, recuerdo el parque principal,
en donde veía pasar a la gente abriéndose camino hacía la Iglesia principal,
como sumidos en un embeleso de película, de esas de muertos vivientes
norteamericana.
Un Acolito presidía aquella
procesión, llevando en su mano derecha una campana y en la otra un artículo que
brillaba y se movía como péndulo, escupiendo un humo con un olor que en ese entonces
me parecía horroroso –debe ser el olor que tienen los muertos –pensaba. Detrás
del hombre de las manos ocupadas, venían niños vestidos de blanco largo en
forma de túnica y con una cara de cansancio peor que la mía, pero sonriendo
para las miradas y para las cámaras fotográficas, que se accionaban de cuando
en cuando, dejando en su accionar una luz resplandeciente que opacaba a los
ojos que se le cruzaban. Las 3 de la tarde siempre son buenas horas para hacer
alarde de lo último en tecnología, para tomar fotos en la oscuridad aparente.
Tras los niños de los ojos de luz, seguían en marcha pausada, en sincronía de
pasos, por lo menos unos 8 personajes, ataviados y vestidos con trajes que
producían miedo. Morados de pies a cabeza, iban más allá, más allá porque estos
seres tenían la cabeza en forma de cono de helado callejero, pero invertido,
vestido de morado también, hasta la copa o la punta, dependiendo de la posición
filosófica con que se observe este tipo de cosas. Pero yo tenía 8años y no
había posición filosófica, solo mucho miedo, solo miedo y la mano de mi mamá,
que mirando hacia abajo, hacia mi cara, me decía –Agárrese duro que pasa cualquiera y se lo lleva–y yo mirando hacia
arriba a la suya, asentía, aumentando mi miedo. Así uno aprende de la maldad
del ser humano, porque si se tapan de arriba abajo, no dejan ver ni sus ojos.
No sé si todo el mundo pueda recordar la primera vez que sintió el miedo, debe
ser uno de los problemas que tengo. Y mi madre, al decirme semejante cosa, lo
más fácil que me dejaba era intuir que no debía ser nada bueno lo que allí
estaba viendo.
La marcha se detuvo justo en frente
de la Iglesia. Los hombres de morado hicieron reverencias, se escuchaban
palabras, bendiciones, iban y venían, y el olor a muerto que salía del péndulo
inundaba todo el parque. Sonaron entonces las campanas de la Iglesia, y de
adentro de ella, toda blanca, como era y como la recuerdo, salieron cientos de
personas formando un calle de honor que en sus mitades daba paso a decenas más
de hombres de cabeza de cono, que cargaban sobre sus hombros monumentales
figuras, como estatuas de cuerpo entero, que a mi parecer debían pesar mucho,
porque se escuchaba claramente el jadeo de los cargadores, que por figura no
eran menos de 10. En un lateral de esta comparsa de pesos y dolores, y de jadeo
de cargadores, iba un sacerdote dando alaridos pausados, como cánticos por una
corneta, que mi madre a buena hora anunció –Eso
se llama un megáfono, hijo. Sabía mucho la señora, megáfono es una palabra
complicada. En dicho orden, de niños de blanco, hombre de morado, humo
inundando el lugar, la procesión recorrió el parque, girándolo en sentido de
las manecillas del reloj y llevando tras suyo a propios, vecinos del pueblo,
turistas, y por supuesto, a mí, arrastrado del brazo de mi mamá.
De pronto y súbitamente, el cortejo
se detuvo, y se formó una gran conmoción. La gente se movía con nueva velocidad
y en un desorden monumental, algunos niños poco mayores a mi edad se subían a
los árboles, tratando de observar la marcha llevados por la algarabía, que era
mucha –debe ser todo un espectáculo –pensaba con el mismo desvelo. –Mamá, ¿qué es eso?, yo quiero ver –le
dije –Ni se le ocurra soltarse para irse
para allá, porque ahí mismo “le doy” –me contestó. Yo sabía que mi mamá amenazaba
en vano, pero entonces no sentí que fuera así, la sentí decidida, la mano con
la que me tomaba temblaba. ¡Mi mamá!, sí, mi mamá también tenía miedo. No sé si
todo el mundo pueda recordar la primera vez que entendió que su mamá era una
mortal como todos los demás, debe ser otro de los problemas que tengo. Casi al
mismo instante en que la mano de mi mamá temblaba con la mía, la calle humana
delante de nosotros se empezó a abrir, las personas se hicieron hacía los lados
como para hacerle espacio al espectáculo, y allí inmóviles, ella y yo. Nosotros
junto al espectáculo, ese que yo no podía ver y que parecía acercarse. Ella,
como era ella, me abrazó recostando mi cabeza contra su cintura, abrazándome
fuerte, como bien sabía hacerlo, para cubrirme los ojos contra su vestido.
Fundidos en ese abrazo, me arrastró al borde del camino que se parecía formar.
¡No pude ver nada! Que mala cosa, me lo perdí. No pude ver lo que todos veían,
eso era lo único que me rondaba en la cabeza y eso es lo mismo que me sigue rondando.
De los cientos y cientos de gritos en el parque, yo era el único sin razón para
gritar, pero el que más ganas tenía.
No me importó perderme el acto. No
me debió importar mucho, porque de todo ese momento, lo que más recuerdo es el
olor tan bonito que tenía mi mamá, era tan bonito que me protegía del olor a
cosas malas, a cosas feas, a las que huelen las personas religiosas, el olor a
muerto que despedía el péndulo con que presidía la procesión el acolito de las
manos ocupadas.
En la distancia se escuchaba una
pequeña campana que sonaba y sonaba.
Nunca supe leer muy bien la hora en
los relojes clásicos, así que tengo muy grabado en la memoria que la flecha
pequeña del reloj de la Iglesia, el grande en la pared, estaba apuntando
derecho a 4 rayitas. No estaba oscuro, pero tampoco hacía mucho sol. Las 4 de
la tarde podrían haber sido entonces, y dicho y hecho para mis adentros, tenía
8 años. Hoy tengo muchos más, y cuando el reloj llega con su flecha pequeña a
las 4 rayitas, son las cuatro, las cuatro con algo, pero al fin de cuentas las
cuatro. Casi siempre intuyo que son las de la tarde, ni entonces ni ahora puedo
recordar una hora consiente de las cuatro de la mañana. La gente buena madruga
mucho; no me logro recordar despierto a las cuatro de la mañana.
Todas las tiendas estaban
abarrotadas. La gente sudorosa, porque no sé si olvidé deliberadamente decirlo:
este pueblo quema en la piel, y quema mucho, como sol costero, pero aquí no hay
costas. Aquí hay limonada, pero no hay costas. Atiborradas como estaban las
tiendas, llenas como estaban los comercios a la hora justa en que los actos
religiosos pasaron, nos logramos sentar en un andén casi a empellones, abriendo
el paso con el poder de sentarse y ocupar el lugar, y defenderlo a costillas de
las mismas costillas de uno que otro codo, alguna mirada fea y de La Voz que me
decía –Quédese ahí, siéntese duro, no se
vaya a dejar quitar el puesto, ¡no se deje!–. Con cosas como esas,
cualquiera debía presentir que yo estaba predestinado a dar guerra, o por lo
menos a la arraigada costumbre de no dejarme, porque yo entonces, y ahora, no
me dejo, o no me dejaba. Delante de mí y hasta donde me alcanzaba la vista, se
movían despacio, muy despacio, los vendedores de pedazos de alegría. El señor
que vendía helados a los gritos, nunca sonreía pero vendía todo a gritos.
Gritaba los sabores, gritaba los colores, decía de dónde venían y para donde
iban. También había una señora batiendo al viento la tapa de una olla sobre una
parrilla vieja, negra, muy negra, la señora no tanto, y al golpe de velocidad
de su mano con la tapa, brillaban bajo la parrilla negra, muy negra, unos
carbones brillantes, otros grises. La señora, con la fuerza del mover de su
brazo, les daba brillo, y a mi ese brillo me gustaba, siempre me gustó ver
arder las cosas. Estuve entretenido por mucho tiempo con la señora de los
carbones, que cuando estuvieron brillando todos, sin faltarle el más pequeño o
el más grande, sacó de debajo de la mesa que soportaba su parrilla una olla
pequeñita, y de ella un trozo de algo como entre blanco y transparente, que
puesto sobre la reja negra, soltó un sonido de chispas, un sonido de animal
pequeño muriendo, un sonido que me gustó… y eso que a mí no me gusta que los
animales pequeños hagan algún sonido cuando se están muriendo.
Caminaba entre la gente también un
señor de bigotes viejos que a mí me parecía la persona más vieja en toda la
escena, pero que a la vez también me resultaba la figura más entretenida, de
una suerte de palo de muy poca menor altura que él, se desprendían unas pelotas
de goma amarradas a dicho pedazo de madera por un cordón, que inmediatamente
deduje podría ser un caucho de los que yo le sacaba a las medias de la parte
más alta de ellas y que me amarraba a un dedo para estilarla y soltarlas al paso
de una hormiga desprevenida, en la tierra de las macetas del patio de mi casa.
El señor que estos artículos llevaba, hacía la demostración de su uso, y mi
imaginación volaba. La pelota amarraba a su dedo, igualito a mí con el caucho y
las hormigas, y con un rápido movimiento de mano la pelota de goma pegaba en su
palma y revotaba a gran velocidad, era muy rápido y mis ojos sencillamente se
abrían. El sonido era hermoso, y mis ojos abiertos como estaban, lo veían. ¡Era
una actuación completa! Los niños se acercaban a esa figura de edad y lo veían
hacer esos movimientos, y de inmediato salían de la escena para volver con
algún adulto que, intercambiando algún billete, les daba una sonrisa a esos
niños, y yo quería ser uno de esos niños. – ¿Quiere Gaseosa o agua? –Dijo la
voz –Yo quiero Pony Malta –respondí –Pony malta no hay –dijo de nuevo la voz
–Entonces quiero Coca Cola – ¡No tome eso que le hace daño! – ¡Entonces no
quiero nada! –Pues no tome nada, ¡entonces! –y no escuché más a la voz. Yo en
mi embeleso por ver a los otros niños correr por el parque, libres, sin sus
papás que los detuvieran, abandonados a la libertad de no tener a las mamás
para que los agarren de las manos que tiemblan, allí en ese momento lo pensé.
Salir corriendo, ser libre. Estaba decidido, y me paré, me puse repentinamente
en pie. El parque en su centro estaba vació, era todo para mí, para mi gusto.
Para mis ganas de correr, para mirar de cerca el sonido de la parrilla, para
ver los olores de los helados que gritaba el señor y para hacerme parte de la
magia de la pelota de goma. Justo en el instante del inicio de mi escape,
escuché -¡Ve!, se dejó quitar el puesto, ¡no le digo mano! Usted no hace nada
de caso, pero un día de estos le voy “a dar” –dijo la voz, que esta vez era de
mi madre. Sabía que ella casi siempre se quedaba en amenazas, pero no
importaba, yo solo pensaba– ¿Cuántas hormigas podré matar con la pelota de
goma, en la tierra del patio de mi casa?
Serían algo así como entradas las 5
de la tarde, cuando la comitiva que me acompañaba y que me llevaba en este
paseo religioso consideró que ya era suficiente de plegarias y
arrepentimientos, que ya estaban curados
de la enfermedad, que para ese entonces era el pecado. No sé si me curé en ese
momento, es más, si me trato de acordar, no recuerdo muy bien que era eso del
pecado. Sabía lo que era el hambre, porque la había visto en televisión, el
hambre era una cosa mala que casi siempre afectaba a la gente pobre o a la
gente negra, o a la gente negra y pobre, y que vivían en un lugar que se
llamaba Somalia, que quedaba en África. Ese a donde iban los mejores fotógrafos
del mundo a hacerse famosos. Si bien nosotros no estábamos en África, el hambre
también nos pegaba, más pasito pero nos pegaba, así que me vi caminando de
nuevo por las calles de aquel pueblo en busca de algo de comer, no sin antes
recibir la instrucción de la voz, que me decía –Vea bien qué va a pedir, porque esa es la comida y en la casa no es que
se ponga a joder y a decir que tengo hambre –tomándome del hombro. La voz
siempre quería posarse como una figura de autoridad y ganarse la simpatía de mi
mamá. A mí no me importaba, yo era un buen hijo, y un buen hijo no ahoga con
una almohada la cara de la voz mientras
duerme, para eso habría que ser un mal hijo, y a mí como ahora, no me gustaban
las cosas fáciles, porque no las valoro.
Habiendo comido cualquier cosa, con
el silencio que por entonces me caracterizaba, tuve que preguntarme para mis
adentros – ¿Qué tipo de idiota construye
unas calles como estas? Por acá no se puede correr, no se puede casi caminar,
por estas calles no se puede vivir –y pregunté a mamá – ¿Mamá, porque estás
calles son así? ¿Por qué hay piedras de rio en las calles? –. –Porque esto antes de ser calle era un río
–me dijo. Con el tiempo supe que era mentira, pero hasta el día de hoy sigo
prefiriendo pensar que las calles de ese pueblo son un rio viejo que se secó.
¡Claro! Debía haberse secado por el calor, porque entonces hacía muchísimo
calor, aunque he sabido que ahora hace mucho más, y me imagino debe haber más
ríos secos y más calles para no poder correr, para no poder caminar, para no
poder vivir. Vivir en la calle es algo feo, vivir en esas calles debe ser peor.
La casa donde yo vivía quedaba a
exacta hora y media de distancia desde la Iglesia del pueblo, a donde iba la
gente a arrepentirse de ser gente. El camino era derecho, totalmente
pavimentado, en una autopista muy moderna que si uno la seguía sin parar,
atravesaba el país en dos partes de sur a norte y de norte a sur. O eso me hizo
creer mamá. La casa estaba ubicada en una esquina en la entrada del barrio,
toda ella de ladrillo naranja, mal acomodada pero grande. Era de dos pisos
enteros de derroche de mala distribución del espacio, dos baños a medio
terminar, una entrada pequeña con una puerta de metal de color verde, un
pasillo a modo de sala en el primer piso y tres habitaciones en la segunda
planta. Entrar a definir los detalles de aquella casa sería empezar a mentir,
porque no recuerdo nada más allá de la incomodidad con que tenía que ubicar mi
cama para dormir, debido a una columna mal acomodada y puesta justo en mitad
del lugar. Prefería imaginar que vivía en una casa del árbol y ese era el
tronco. Uno de niño prefiere pensar en muchas cosas, uno de adulto deja de
pensar en muchas cosas, ambos son métodos para procurarnos felicidad. Así pude
entender que la búsqueda de la felicidad también es un modo de hacernos más
brutos, ¿Un árbol en medio de una casa, color gris columna? Pensamientos de
niño feliz, pensamientos de gente bruta.
A las 9 de la noche, mi madre, me
mandaba a lavarme los dientes, y prepararme para dormir, porque no estaba bien
que se descuadraran mis horarios de sueño, luego el lunes no iba a querer
levantarme para ir a la escuela. Pero lo que ella no sabía entonces, era que yo
si quería ir a la escuela, yo tenía que ir a la escuela porque en ese entonces
nadie odiaba los lunes, o por lo menos yo no me enteraba, nunca leía a nadie en
los periódicos o en la televisión quejándose por los lunes, la gente de antes
no tenían entendimiento de los lunes, pero los lunes empezaba la escuela y eso
solo podía significar una cosa. Yeni iba a estar en la escuela. Ella y su
manera de caminar hacía el pupitre, la forma como decía “¡Presente!” cuando la
profesora decía sus nombres completos y apellidos, eran todo un motivo. También
estarían sus ojos verdes y esa forma de ignorar mi existencia. Y por sobre
todas las cosas, el lunes teníamos Educación Física, y en educación física me
podía mover libremente, tan libre como cerca de Yeni.
Es científicamente imposible odiar
los lunes, si en los lunes se hace educación física, si en los lunes existe
ella. Los adultos no tienen a Yeni, por eso odian los lunes.