viernes, 18 de marzo de 2016


I. De cómo pensó por primera vez en Ella.



Un Pueblo… Ese pueblo ha sido el mismo desde que lo recuerdo.

Cuando tenía 8 años me trajeron aquí por primera vez, en peregrinación, por motivo de la semana santa Católica. Creo que todos los padres de este país tienen por costumbre torturarse una vez al año para tratar de escarmentar todas las culpas que conlleva haber nacido en esta parte del mundo. De aquella primera visita, recuerdo el parque principal, en donde veía pasar a la gente abriéndose camino hacía la Iglesia principal, como sumidos en un embeleso de película, de esas de muertos vivientes norteamericana.

Un Acolito presidía aquella procesión, llevando en su mano derecha una campana y en la otra un artículo que brillaba y se movía como péndulo, escupiendo un humo con un olor que en ese entonces me parecía horroroso –debe ser el olor que tienen los muertos –pensaba. Detrás del hombre de las manos ocupadas, venían niños vestidos de blanco largo en forma de túnica y con una cara de cansancio peor que la mía, pero sonriendo para las miradas y para las cámaras fotográficas, que se accionaban de cuando en cuando, dejando en su accionar una luz resplandeciente que opacaba a los ojos que se le cruzaban. Las 3 de la tarde siempre son buenas horas para hacer alarde de lo último en tecnología, para tomar fotos en la oscuridad aparente. Tras los niños de los ojos de luz, seguían en marcha pausada, en sincronía de pasos, por lo menos unos 8 personajes, ataviados y vestidos con trajes que producían miedo. Morados de pies a cabeza, iban más allá, más allá porque estos seres tenían la cabeza en forma de cono de helado callejero, pero invertido, vestido de morado también, hasta la copa o la punta, dependiendo de la posición filosófica con que se observe este tipo de cosas. Pero yo tenía 8años y no había posición filosófica, solo mucho miedo, solo miedo y la mano de mi mamá, que mirando hacia abajo, hacia mi cara, me decía –Agárrese duro que pasa cualquiera y se lo lleva–y yo mirando hacia arriba a la suya, asentía, aumentando mi miedo. Así uno aprende de la maldad del ser humano, porque si se tapan de arriba abajo, no dejan ver ni sus ojos. No sé si todo el mundo pueda recordar la primera vez que sintió el miedo, debe ser uno de los problemas que tengo. Y mi madre, al decirme semejante cosa, lo más fácil que me dejaba era intuir que no debía ser nada bueno lo que allí estaba viendo.

La marcha se detuvo justo en frente de la Iglesia. Los hombres de morado hicieron reverencias, se escuchaban palabras, bendiciones, iban y venían, y el olor a muerto que salía del péndulo inundaba todo el parque. Sonaron entonces las campanas de la Iglesia, y de adentro de ella, toda blanca, como era y como la recuerdo, salieron cientos de personas formando un calle de honor que en sus mitades daba paso a decenas más de hombres de cabeza de cono, que cargaban sobre sus hombros monumentales figuras, como estatuas de cuerpo entero, que a mi parecer debían pesar mucho, porque se escuchaba claramente el jadeo de los cargadores, que por figura no eran menos de 10. En un lateral de esta comparsa de pesos y dolores, y de jadeo de cargadores, iba un sacerdote dando alaridos pausados, como cánticos por una corneta, que mi madre a buena hora anunció –Eso se llama un megáfono, hijo. Sabía mucho la señora, megáfono es una palabra complicada. En dicho orden, de niños de blanco, hombre de morado, humo inundando el lugar, la procesión recorrió el parque, girándolo en sentido de las manecillas del reloj y llevando tras suyo a propios, vecinos del pueblo, turistas, y por supuesto, a mí, arrastrado del brazo de mi mamá.

De pronto y súbitamente, el cortejo se detuvo, y se formó una gran conmoción. La gente se movía con nueva velocidad y en un desorden monumental, algunos niños poco mayores a mi edad se subían a los árboles, tratando de observar la marcha llevados por la algarabía, que era mucha –debe ser todo un espectáculo –pensaba con el mismo desvelo. –Mamá, ¿qué es eso?, yo quiero ver –le dije –Ni se le ocurra soltarse para irse para allá, porque ahí mismo “le doy” –me contestó. Yo sabía que mi mamá amenazaba en vano, pero entonces no sentí que fuera así, la sentí decidida, la mano con la que me tomaba temblaba. ¡Mi mamá!, sí, mi mamá también tenía miedo. No sé si todo el mundo pueda recordar la primera vez que entendió que su mamá era una mortal como todos los demás, debe ser otro de los problemas que tengo. Casi al mismo instante en que la mano de mi mamá temblaba con la mía, la calle humana delante de nosotros se empezó a abrir, las personas se hicieron hacía los lados como para hacerle espacio al espectáculo, y allí inmóviles, ella y yo. Nosotros junto al espectáculo, ese que yo no podía ver y que parecía acercarse. Ella, como era ella, me abrazó recostando mi cabeza contra su cintura, abrazándome fuerte, como bien sabía hacerlo, para cubrirme los ojos contra su vestido. Fundidos en ese abrazo, me arrastró al borde del camino que se parecía formar. ¡No pude ver nada! Que mala cosa, me lo perdí. No pude ver lo que todos veían, eso era lo único que me rondaba en la cabeza y eso es lo mismo que me sigue rondando. De los cientos y cientos de gritos en el parque, yo era el único sin razón para gritar, pero el que más ganas tenía.
No me importó perderme el acto. No me debió importar mucho, porque de todo ese momento, lo que más recuerdo es el olor tan bonito que tenía mi mamá, era tan bonito que me protegía del olor a cosas malas, a cosas feas, a las que huelen las personas religiosas, el olor a muerto que despedía el péndulo con que presidía la procesión el acolito de las manos ocupadas.

En la distancia se escuchaba una pequeña campana que sonaba y sonaba.
Nunca supe leer muy bien la hora en los relojes clásicos, así que tengo muy grabado en la memoria que la flecha pequeña del reloj de la Iglesia, el grande en la pared, estaba apuntando derecho a 4 rayitas. No estaba oscuro, pero tampoco hacía mucho sol. Las 4 de la tarde podrían haber sido entonces, y dicho y hecho para mis adentros, tenía 8 años. Hoy tengo muchos más, y cuando el reloj llega con su flecha pequeña a las 4 rayitas, son las cuatro, las cuatro con algo, pero al fin de cuentas las cuatro. Casi siempre intuyo que son las de la tarde, ni entonces ni ahora puedo recordar una hora consiente de las cuatro de la mañana. La gente buena madruga mucho; no me logro recordar despierto a las cuatro de la mañana.

Todas las tiendas estaban abarrotadas. La gente sudorosa, porque no sé si olvidé deliberadamente decirlo: este pueblo quema en la piel, y quema mucho, como sol costero, pero aquí no hay costas. Aquí hay limonada, pero no hay costas. Atiborradas como estaban las tiendas, llenas como estaban los comercios a la hora justa en que los actos religiosos pasaron, nos logramos sentar en un andén casi a empellones, abriendo el paso con el poder de sentarse y ocupar el lugar, y defenderlo a costillas de las mismas costillas de uno que otro codo, alguna mirada fea y de La Voz que me decía –Quédese ahí, siéntese duro, no se vaya a dejar quitar el puesto, ¡no se deje!–. Con cosas como esas, cualquiera debía presentir que yo estaba predestinado a dar guerra, o por lo menos a la arraigada costumbre de no dejarme, porque yo entonces, y ahora, no me dejo, o no me dejaba. Delante de mí y hasta donde me alcanzaba la vista, se movían despacio, muy despacio, los vendedores de pedazos de alegría. El señor que vendía helados a los gritos, nunca sonreía pero vendía todo a gritos. Gritaba los sabores, gritaba los colores, decía de dónde venían y para donde iban. También había una señora batiendo al viento la tapa de una olla sobre una parrilla vieja, negra, muy negra, la señora no tanto, y al golpe de velocidad de su mano con la tapa, brillaban bajo la parrilla negra, muy negra, unos carbones brillantes, otros grises. La señora, con la fuerza del mover de su brazo, les daba brillo, y a mi ese brillo me gustaba, siempre me gustó ver arder las cosas. Estuve entretenido por mucho tiempo con la señora de los carbones, que cuando estuvieron brillando todos, sin faltarle el más pequeño o el más grande, sacó de debajo de la mesa que soportaba su parrilla una olla pequeñita, y de ella un trozo de algo como entre blanco y transparente, que puesto sobre la reja negra, soltó un sonido de chispas, un sonido de animal pequeño muriendo, un sonido que me gustó… y eso que a mí no me gusta que los animales pequeños hagan algún sonido cuando se están muriendo.

Caminaba entre la gente también un señor de bigotes viejos que a mí me parecía la persona más vieja en toda la escena, pero que a la vez también me resultaba la figura más entretenida, de una suerte de palo de muy poca menor altura que él, se desprendían unas pelotas de goma amarradas a dicho pedazo de madera por un cordón, que inmediatamente deduje podría ser un caucho de los que yo le sacaba a las medias de la parte más alta de ellas y que me amarraba a un dedo para estilarla y soltarlas al paso de una hormiga desprevenida, en la tierra de las macetas del patio de mi casa. El señor que estos artículos llevaba, hacía la demostración de su uso, y mi imaginación volaba. La pelota amarraba a su dedo, igualito a mí con el caucho y las hormigas, y con un rápido movimiento de mano la pelota de goma pegaba en su palma y revotaba a gran velocidad, era muy rápido y mis ojos sencillamente se abrían. El sonido era hermoso, y mis ojos abiertos como estaban, lo veían. ¡Era una actuación completa! Los niños se acercaban a esa figura de edad y lo veían hacer esos movimientos, y de inmediato salían de la escena para volver con algún adulto que, intercambiando algún billete, les daba una sonrisa a esos niños, y yo quería ser uno de esos niños. – ¿Quiere Gaseosa o agua? –Dijo la voz –Yo quiero Pony Malta –respondí –Pony malta no hay –dijo de nuevo la voz –Entonces quiero Coca Cola – ¡No tome eso que le hace daño! – ¡Entonces no quiero nada! –Pues no tome nada, ¡entonces! –y no escuché más a la voz. Yo en mi embeleso por ver a los otros niños correr por el parque, libres, sin sus papás que los detuvieran, abandonados a la libertad de no tener a las mamás para que los agarren de las manos que tiemblan, allí en ese momento lo pensé. Salir corriendo, ser libre. Estaba decidido, y me paré, me puse repentinamente en pie. El parque en su centro estaba vació, era todo para mí, para mi gusto. Para mis ganas de correr, para mirar de cerca el sonido de la parrilla, para ver los olores de los helados que gritaba el señor y para hacerme parte de la magia de la pelota de goma. Justo en el instante del inicio de mi escape, escuché -¡Ve!, se dejó quitar el puesto, ¡no le digo mano! Usted no hace nada de caso, pero un día de estos le voy “a dar” –dijo la voz, que esta vez era de mi madre. Sabía que ella casi siempre se quedaba en amenazas, pero no importaba, yo solo pensaba– ¿Cuántas hormigas podré matar con la pelota de goma, en la tierra del patio de mi casa?

Serían algo así como entradas las 5 de la tarde, cuando la comitiva que me acompañaba y que me llevaba en este paseo religioso consideró que ya era suficiente de plegarias y arrepentimientos, que  ya estaban curados de la enfermedad, que para ese entonces era el pecado. No sé si me curé en ese momento, es más, si me trato de acordar, no recuerdo muy bien que era eso del pecado. Sabía lo que era el hambre, porque la había visto en televisión, el hambre era una cosa mala que casi siempre afectaba a la gente pobre o a la gente negra, o a la gente negra y pobre, y que vivían en un lugar que se llamaba Somalia, que quedaba en África. Ese a donde iban los mejores fotógrafos del mundo a hacerse famosos. Si bien nosotros no estábamos en África, el hambre también nos pegaba, más pasito pero nos pegaba, así que me vi caminando de nuevo por las calles de aquel pueblo en busca de algo de comer, no sin antes recibir la instrucción de la voz, que me decía –Vea bien qué va a pedir, porque esa es la comida y en la casa no es que se ponga a joder y a decir que tengo hambre –tomándome del hombro. La voz siempre quería posarse como una figura de autoridad y ganarse la simpatía de mi mamá. A mí no me importaba, yo era un buen hijo, y un buen hijo no ahoga con una almohada la cara de la voz mientras duerme, para eso habría que ser un mal hijo, y a mí como ahora, no me gustaban las cosas fáciles, porque no las valoro.

Habiendo comido cualquier cosa, con el silencio que por entonces me caracterizaba, tuve que preguntarme para mis adentros – ¿Qué tipo de idiota construye unas calles como estas? Por acá no se puede correr, no se puede casi caminar, por estas calles no se puede vivir –y pregunté a mamá – ¿Mamá, porque estás calles son así? ¿Por qué hay piedras de rio en las calles? –. –Porque esto antes de ser calle era un río –me dijo. Con el tiempo supe que era mentira, pero hasta el día de hoy sigo prefiriendo pensar que las calles de ese pueblo son un rio viejo que se secó. ¡Claro! Debía haberse secado por el calor, porque entonces hacía muchísimo calor, aunque he sabido que ahora hace mucho más, y me imagino debe haber más ríos secos y más calles para no poder correr, para no poder caminar, para no poder vivir. Vivir en la calle es algo feo, vivir en esas calles debe ser peor.

La casa donde yo vivía quedaba a exacta hora y media de distancia desde la Iglesia del pueblo, a donde iba la gente a arrepentirse de ser gente. El camino era derecho, totalmente pavimentado, en una autopista muy moderna que si uno la seguía sin parar, atravesaba el país en dos partes de sur a norte y de norte a sur. O eso me hizo creer mamá. La casa estaba ubicada en una esquina en la entrada del barrio, toda ella de ladrillo naranja, mal acomodada pero grande. Era de dos pisos enteros de derroche de mala distribución del espacio, dos baños a medio terminar, una entrada pequeña con una puerta de metal de color verde, un pasillo a modo de sala en el primer piso y tres habitaciones en la segunda planta. Entrar a definir los detalles de aquella casa sería empezar a mentir, porque no recuerdo nada más allá de la incomodidad con que tenía que ubicar mi cama para dormir, debido a una columna mal acomodada y puesta justo en mitad del lugar. Prefería imaginar que vivía en una casa del árbol y ese era el tronco. Uno de niño prefiere pensar en muchas cosas, uno de adulto deja de pensar en muchas cosas, ambos son métodos para procurarnos felicidad. Así pude entender que la búsqueda de la felicidad también es un modo de hacernos más brutos, ¿Un árbol en medio de una casa, color gris columna? Pensamientos de niño feliz, pensamientos de gente bruta.

A las 9 de la noche, mi madre, me mandaba a lavarme los dientes, y prepararme para dormir, porque no estaba bien que se descuadraran mis horarios de sueño, luego el lunes no iba a querer levantarme para ir a la escuela. Pero lo que ella no sabía entonces, era que yo si quería ir a la escuela, yo tenía que ir a la escuela porque en ese entonces nadie odiaba los lunes, o por lo menos yo no me enteraba, nunca leía a nadie en los periódicos o en la televisión quejándose por los lunes, la gente de antes no tenían entendimiento de los lunes, pero los lunes empezaba la escuela y eso solo podía significar una cosa. Yeni iba a estar en la escuela. Ella y su manera de caminar hacía el pupitre, la forma como decía “¡Presente!” cuando la profesora decía sus nombres completos y apellidos, eran todo un motivo. También estarían sus ojos verdes y esa forma de ignorar mi existencia. Y por sobre todas las cosas, el lunes teníamos Educación Física, y en educación física me podía mover libremente, tan libre como cerca de Yeni.

Es científicamente imposible odiar los lunes, si en los lunes se hace educación física, si en los lunes existe ella. Los adultos no tienen a Yeni, por eso odian los lunes.



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